reo de culpa
¡Y UN «GÜEVO»!
Tal vez vencido, quizás entregando mi
alma y mi vida al alcohol hablo para quien me escuche, le importe... o no.
Es de madrugada, mi universo está en un
club de mala muerte. Tengo la cabeza embotada por el “alpiste”: cuando hablo
creo que pienso, igual cuando creo meditar, lo expongo en voz alta, ¡qué más me
da!
Aprovecho que acompaño a mi mujer a su
tarea —limpia por las noches unas oficinas— para, sin que ella lo sepa, ayudar
a mantener el orden en un prostíbulo. Mi abuela decía que había que buscar
dinero aunque fuera sacando putas a mear. La propina que me dan sirve, casi en
exclusiva, para pagar el recibo de la luz, ¡entre eso y nada! Además los
cubatas son gratis y así, hago tiempo en lo que mi mujer termina su faena. ¿Mi
compañía?: un camarero y un chofer tan borracho como el menda. El camarero y yo
somos ya veteranos en este oficio, el conductor lleva poco tiempo, todavía le
da vergüenza esta actividad; se oculta debajo de una visera negra de marca y
unas gafas amarillas de visión nocturna. No hemos cruzado la palabra. Se sitúa
al otro lado del mostrador y no levanta la vista hasta que tiene que llevar a
las “niñas” a casa. ¡Mejor! Cuanto menos trato menos posibilidad hay de que te
pida dinero, y eso que: ¡A menudo firma iba a acudir!
Sin que nadie me pregunte, —el licor
suelta la lengua— me entran ganas de explicar mis miserias:
—Quizá estemos hablando de hace seis o
siete años ¡bueno que coño! Para que el diablo no se ría de la mentira: ¡seis
años, siete meses y diecinueve días! No digo las horas de milagro, pero juro
que las cuento una por una.
»Esa mañana acudí con mi mujer a un banco
cualquiera, omitiré el nombre por que es irrelevante —son los mismos galgos con
diferentes collares—. Me habían ofrecido una oportunidad por correo,
dirigido concretamente y sin ningún tipo de duda, a mi persona —como prueba,
para hacérmelo llegar tuvieron que molestarse en conocer mi nombre, apellidos y
dirección exacta ¡Yo no se lo había dado!—. En fin, me obsequiaban con una
magnifica oportunidad que no debía desaprovechar. El texto, más o menos, rezaba
así:
“Estimado amigo:
Nos es muy grato comunicarle que ponemos
a su disposición todos los recursos de este, su banco.
Si domicilia su nómina con nosotros,
entre otras muchas ventajas, tendrá acceso especial a nuestros productos:
tarjetas sin coste, créditos especiales e hipotecas a su medida, etcétera,
etcétera.”
»Supongo que miles de personas leyeron en
su momento algo parecido y quiero creer que no solo yo pensé de esta manera:
“Si solo con una nómina me ofrecen la
luna, con la mía y la de mi mujer me darán el firmamento entero.”
»Allí fuimos mi señora y yo, ¡más listos
que un conejo! con dos nóminas y toda nuestra ilusión puesta en un pisito muy
majo. En él llevábamos alquilados cuatro años y lo teníamos bastante aparente y
adecentado, además, los dueños, nos lo dejaban a buen precio.
»Creo que nunca en nuestras vidas nos
habían tratado mejor. Después de hablar con el personal bancario, es así como
los gusta que los llamen, salimos del banco como dos potentados. No solo
podíamos aspirar a comprar ese pisito, ¡con dos contratos a tiempo indefinido,
éramos casi, casi... los primos hermanos del rey Midas!
»El director de la sucursal, amabilísimo,
nos expuso todas las oportunidades que teníamos; allí no solo estaban para
hacer negocio, que también, asimismo —nos explicó—, la banca había cambiado
para mejor, ahora no solo prestaban dinero, a la par asesoraban como usarlo y
abrían los ojos a clientes, que como nosotros, éramos la verdadera fuerza y
motivo de sus empresas. Aquel hombre, ante nuestros ojos, apareció como un mago
de las finanzas.
»Domiciliamos nuestros salarios. ¡Nos
regalaron un televisor y un teléfono móvil! y encima, nos habló maravillas de
la construcción de unos chalecitos que el banco avalaba. “No estaban nada caros
para según se iban a poner de precio nada más que entregaran la primera fase”
—dijo. ¡Vimos hasta los planos! Ochenta y siete metros cuadrados en dos
plantas, cochera y jardincito y ¡ojo! la posibilidad, una vez que pasaran la
revisión del catastro, de construir la parte de arriba. “Financiada naturalmente, yo
en vuestra situación, ni me lo pensaba —aquel cerebro estaba
seguro y así, nos lo hizo saber—. Por el dinero no hay excusa, la
hipoteca cubre todo lo que tenga que cubrir, para eso es una promoción propia.
Os lo pensáis y ya me decís algo.” Este caballero nos acompañó
a la salida, nos estrechó la mano y llamándonos por nuestro nombre de pila nos
dijo: “Bea… Román... espero noticias vuestras pronto... ¡solo nos quedan
tres!” Se refería a los chalecitos. En cuatro días firmamos los
papeles y la propiedad ya era nuestra.
¡Y un «güevo»!
»Fueron pasando los meses y realmente el
recibo no suponía ningún lastre para nuestra economía. Nosotros éramos
propietarios, el banco cobraba su dinero ¡todos felices!
»Una mañana se empezaron a torcer las
cosas. Bea acudió a trabajar, y nada más llegar se la comunicó que pasase por
dirección. Lo que imagináis... ella lo escuchó: “Sentimos tomar esta
decisión con usted especialmente, pero la empresa debe prescindir, por el
momento, de sus servicios” La quedó un paro potable y recibió una más que
sabrosa gratificación. Ella se lo tomó peor que yo, es mujer ¡es más
lista!
»Discutimos gran parte de la noche sobre
nuestra nueva situación financiera. Bea defendía reducir las cuotas con la
entrega de su indemnización al banco, mermando así el total del crédito. Yo la
rebatía, haciéndola ver la cantidad de meses de paro que la quedaban por
cobrar, a la vez que trataba de convencerla pintándola un futuro benévolo.
“¡Malo será que en ese tiempo no encuentres otra cosa!” Nerviosos, optamos por
explicar las circunstancias a nuestro consejero y amigo del banco. Él, siempre
amable, apenas nos hizo esperar unos minutos, nos recibió en su despacho como
si fuéramos su visita más anhelada. Los dos batallábamos por nuestras teorías
cuando Julián, que así se llamaba, terció: “Mira Román, no quiero que me
malinterpretes, el escenario económico vuestro ha mutado, no es preocupante,
pero... ha cambiado.” Nosotros enmudecimos ante el mal cariz que
parecía estar tomando la conversación. El señor director nos miraba
serio, notábamos perfectamente que se estaba devanando los sesos buscando la
mejor solución para nuestro caso. Pasaron pocos segundos, los labios de nuestro
amigo se abrieron para mostrar un gesto franco y esperanzador, con papel y
bolígrafo, nos explicó los pasos a seguir para dar la vuelta a las
circunstancias adversas. “Observar, tenéis razón los dos, Bea con bajar
las cuotas y tú, con no desaprovechar el efectivo recibido. Y sobre todo Román
lleva razón en que no te menosprecies como profesional Bea, ¡vas a encontrar
trabajo seguro!”
»Una semana después la magia estaba obrada. Entregamos el
dinero al banco, como quería mi mujer, compramos un coche nuevo aprovechando el
efectivo como yo quería, y reducimos las cuotas ampliando el plazo de
devolución. ¡Anda que no fuimos hábiles! ¿Pero cómo no entraría
antes en nuestras vidas, señor director de la sucursal? Ese día Bea
y yo nos dimos cuenta de lo importante que es estar bien asesorados, de contar
con un amigo que supiera el terreno en que pisaba.
¡Y un “güevo”!
»Sesenta y seis días después me quedé sin
trabajo, el empresario que me contrataba, no pudo hacer frente a las deudas de
su negocio y montó un barullo para retrasar todo lo posible la situación. Yo
mientras tanto: sin ingresos, sin indemnización y lo que era peor, también sin
mi gran amigo el director.
»Al principio él siempre encontraba
alguna excusa creíble para no atendernos y nos dejaba en manos de algún
compañero, igual de profesional, igual de cordial, pero infinitamente más serio
y menos elocuente que él.
»Poco a poco, nos íbamos retrasando en
las cuotas, pagábamos como podíamos, pero el tiempo y la deuda nos comían el
terreno. El afán de nuestro nuevo asesor era que la mora de nuestros pagos no
llegara a sesenta días. Si esto ocurría, nos afirmaba, el asunto ya no
dependería de él, pasaba al departamento jurídico ¡Solo esta palabra nos
«acojonaba»! Por fin un mes… pasó. Saltamos el límite. Recibimos montones de
cartas, llamadas de teléfono, certificados advirtiéndonos de nuestro ingreso en
las listas de morosidad.
»Nos era materialmente imposible
mantenernos en los plazos, y a pesar de pagar a mayores de las cuotas: gastos,
correos, demoras... el acoso y ahogo de la entidad prestamista no mitigaba.
»Así, el señor director reapareció.
Encontró una nueva solución para borrar los números rojos que tanto daño hacían
a la sucursal a ojos de sus mandamases. Nos llamó por teléfono y gravemente,
nos citó de urgencia en su despacho. El hombre que encontramos solo se parecía
a nuestro anterior amigo de manera externa. Nos recibió serio, distante, frío;
eso si, amable. Nos habló igual que un párroco dice la homilía:
(―He estudiado vuestro caso con especial
afecto, creo que la mejor solución que tenéis para conservar la casa es sanear,
sin dilación, los días de demora, llevamos varios meses retrasando las cuotas
y... desde arriba me piden soluciones ya.
—Julián. —lo tuteé, tratando de tocarle
la fibra sensible—. Sabes que hacemos lo que podemos. No estamos al corriente
con los pagos, pero mes tras mes te quitamos una cuota y los intereses
producidos por el impago, conoces mejor que nadie nuestra situación.
―Si yo lo se, pero ahí arriba, a ellos,
les da igual; solo miran números, y los vuestros son muy malos. —Calló y volvió
con la artillería pesada— Si no quitamos el descubierto en el plazo de diez
días, yo no podré parar el expediente. ¡El asunto no estará ya en mis manos!)
»Mi mujer, con el brillo de las lágrimas
asomándose a los ojos, balbuceó: “¿Y qué hacemos Julián?” El
perfecto profesional bancario encontró la respuesta. El tono de voz apareció
ahora más cómplice. “¡La tarjeta de crédito! ¿Podríamos cargar el descubierto
en ella? Dejaríamos las cuentas saneadas y con lo que ahorráis de intereses,
poco a poco, abonáis el gasto de la tarjeta.” Se nos abrió el cielo.
De nuevo aquel hombre dio con la tecla.
¡Y un “güevo”!
»Han pasado unos dos años desde aquella
solución, tanto Bea como yo, seguimos sin trabajo, —ahora también sin coche— a
mi mujer se la terminó el subsidio justo cuando empecé a cobrar yo el mío,
vamos tirando como podemos. Al presente estamos un poco más tranquilos porque
hemos podido bajar las fechas de morosidad gracias al dinero que me dieron por
mi despido. La “pasta” según entró, ¡salió! Menos mal que mi mujer limpia
algunas oficinas por la noche —sin contrato, todo en negro— y yo, además
de hacer de “gorila” de club, hago alguna chapuza a los vecinos.
»Conservamos la casa aunque ya no la
consideramos propia, sino un inmueble por el que tendremos que pagar durante
treinta años una renta con intereses, ¡una vida! Seguimos estando en las listas
de morosos. Nos siguen llamando día si, y día también por teléfono.
Reclamándonos algo que lo estamos devolviendo… ¡mal!, ¡tarde! pero...
devolviéndolo al fin y al cabo.
—La crisis no es igual para todos.
“¿Alguien trata de consolarme dentro del
bar? No, no es el barman quien me habla,
¿es el cochero del final de la barra quien pretende entrar en conversación?
Buscará puntos para convertirse en el “cachicán” del puticlub” —pienso.
Levanto los ojos vidriosos que me han
dejado el vapor interno de los cuatro copazos pimplados. Miro el reloj, apenas
distingo las agujas. Me incorporo en la banqueta tratando de capturar la escasa
luz que se proyecta sobre la figura parlante,
disimulo...
“¿¡No puede ser!?” —me digo tan extrañado
como incrédulo.
Otra vez, doy una ojeada de soslayo al
requeriente. De nuevo él, me entra con un consejo aguardentoso, a modo de
favor.
—Son la cinco de la mañana, aquí cierran.
¿Quiere que lo acerque a alguna parte, a la vez que a las muchachas? Me pilla
de camino vaya usted donde vaya. Si no le importa, yo no tengo nada mejor que
hacer.
En el momento reconozco la voz, ahora si
que lo tengo claro. Me dirijo a su encuentro.
—Si soy yo, Julián, el pelele de director
que llegó a creer que un día heredaría el banco. Por la crisis perdí el
trabajo. ¡Amigo! se acabaron los caprichos y las ropas caras de marca, no se si
por ello o por mi cambio de carácter, me dejó hasta mi mujer. Ya ve que
trapicheo por aquí, y doy gracias.
Me entran unas ganas enormes de hacerle
un abrigo de hostias y sin embargo empiezo a reír. Río como si nunca lo hubiera
hecho, como si se me fuera la vida en ello. Entre carcajada y carcajada acierto
a decirle.
—Ahora colega somos iguales ¿no lo ves?
Ahora los dos somos banqueros. Por la noche velamos los bienes de otros y por
el día, pelamos pipas a culo pajarero en un banco de la plaza mayor —lo miro
sin contener una amarga risotada y lo voceo— ¡Mal de muchos, consuelo de
gilipollas! —miles de gotas de mi saliva le estallan en el rostro— ¡jódete!
Julián me observa derrotado, trata de
disculparse:
—Nunca hubiera imaginado el cambio de la
situación, yo nunca... ¿podrá perdonarme?
Paro de reír, sujeto con las palmas de
mis manos su cara y lo lanzo un bufido casi rayando la violencia:
—¡Y un “güevo”!
Salgo del bar feliz y con el firme
propósito de no volver a beber nunca más. Llamo a un taxi. Esta noche
—madrugada— iré a buscar a Bea a su trabajo en coche, la invitaré a desayunar
churros con chocolate. Mañana seguiremos sin un puto duro pero… ¡Hoy merece la
pena!
Bajo el
seudónimo de:
simón teNplas
fecarsanto 2012
aquí puedes acceder al ÍNDICE del borrador de"LOS NUDOS DEL HAMBRE"
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